Monday, November 30, 2015

Del British al Tate, Londres 2015


Hoy regreso de Londres con mis peques a mi lado, dejando las luces de la ciudad al otro lado de la ventana de nuestro avión, que tanto les entusiasma siempre. Ha sido un fin de semana largo e intenso, de esos que dejan un sabor dulce en el paladar del alma. Cierro los ojos según nos elevamos y cuento hasta diez, el tiempo de mayor riesgo desde el despegue, dicen los expertos, y no sé si lo que cuento son segundos o los besos con los que Julia, con sus tres años, acaricia mi mano en afán protector. Siento cómo van llegando coletazos del ciclo inverso de la vida en el que me empiezo a dejar cuidar por las personitas que tanto me he volcado y me afano en proteger. Disfruto de ese cambio de rol momentáneo. Porqué no. Amatxu también es débil. Imagino que eso le hace fuertes a su vez. 



En estos años hemos recorrido una versión de minimundo con las peques, mucho dentro España, y algo fuera, siempre al ritmo que ellas lo han permitido a su edad, pero hasta ahora habíamos evitado llevarnoslas en escapadas de ciudad como la de este fin de semana. Cuando cerramos algun capítulo de un viaje, me esfuerzo en recordar con ellas una y otra vez lo que hemos hecho y descubierto, lo que nos ha ocurrido, como ese burro salvaje que corría detrás nuestro para robarnos el pan, o la chuche que dejó el mago en el camino que subía al puente suspendido, cuando ya creían que no les quedaban fuerzas, o ese ciclista que retaba al tourmalet y al que gritábamos desde el coche, a pleno pulmón: ¨campeón, tú si que puedes!¨ Ocurren siempre tantas pequeñas cosas en cada viaje, que cuando al día siguiente les pregunto por ellas, la mayoría se han esfumado de su recuerdo, y pienso que aunque no tengan la historia tan presente como para reproducirla a mi antojo, son todas esas pequeñas vivencias las que moldearán su visión del mundo. Distintos sabores, nuevos idiomaso acentos, normas diferentes, cualquier anécdota es buena para cuestionarse la realidad en la que viven y no darla por hecha. Crecer por fuera y por dentro. 
 



Estaba en Londres. Allí tocaba la cena de Navidad de la empresa, y como el año pasado fue ya una escapada mano a mano, esta vez nos hemos decidido a explorar esta ciudad con los ojos hambrientos de dos pequeñas princesas. Y con todos los recuerdos que me trae Londres del pasado, donde viví hace veinte años, ay madre veinte primaveras, además de los más recientes de las últimas escapadas estos años, esta visita ha tenido un halo mágico, a pesar del frío y del viento, de una ciudad oscura y gris que deja caer la noche antes de las tres de la tarde, y de las limitaciones que supone planificar un día urbano con dos niñas de 3 y 5 años. Quizás ha sido especial como cualquier escapada en la que estamos los cuatro juntos, por la tranquilidad que supone estar con lo que llamo ¨mi metrito cuadrado¨, el espacio justo que ocupan los cuerpos y las miradas de Javi, Maite y Julia, pequeña dimesión que abarca todo cuanto necesito para sentirme en plenitud, y dejarme llevar al fin del mundo, si existe. 



Y aunque esta vez el plan de viaje estaba bajo control, con una reserva de hotel gestionada por la empresa, me acabo viendo de llegada, después de un largo día de trabajo y coles, en la línea Picadilly de metro a las nueve de la noche, con Julia vencida por el sueño y retorcida en uno de esos asientos enmoquetados, dos maletas... y sin hotel. Acabamos consiguiendo una habitación en el Holiday Inn de Gloucester Road y, agotados, engullimos una pizza grasienta en un café del barrio donde varios veteranos disputan partidas de ajedrez contra relojes digitales con tintes de los años ochenta. Uno de los tipos que parece dominar la partida a nuestro lado nos cuenta que organiza el sábado en el Museo Britanico una partida de ajedrez con un tablero gigante y piezas de un metro de altura, dentro de un proyecto de acercar el ajedrez a los niños. Allí nos acercaremos ese día, donde veremos a nuestro compañero de café que anoche tenía más bien tintes de vagabundo, transformado en un mago de chaqué y chistera, envolviendo a diez niños de varias nacionalidades en el mundo de los alfiles y las reinas, celebrando un jaque mate por todo lo alto como triunfo de grupo. Poner los pies en el hall del Museo Británico nos supone además una buena excusa para recorrer la sala de África ilusionados con un itinerario educativo, diseñado para que los peques descubran el arte desde sus inquietudes más terrenales, de colores, números y formas. Mientras recorro la sala, me dan mucho que pensar unas sillas y un gran árbol, ambos hechos con armas que la población ha donado a cambio de víveres, en símbolo de voluntad de paz.




El afán de querer abarcarlo todo, como si no hubiera un mañana, nos lleva hasta la Tate Gallery antes de la hora de comer, en la otra punta de la ciudad, buscando alguna actividad distinta para estas peques bajitas. Vamos con la expectativa de una sala chula de colores y toboganes que hemos visto en internet, pero que no existe por lo visto ya desde hace años. A cambio dejamos volar la imaginación con unos bloques de madera enormes en las cristaleras de la cuarta planta, y descubrimos lo que será mi actividad favorita del fin de semana. Unas pantallas permiten dibujar con un pincel digital, facilitando el trabajo creativo de quien se sienta ante ellas, con una paleta de colores en un proceso muy intuitivo, que al dar por finalizado el dibujo, animan a reproducirlo como si fuera una pequeña obra maestra, en una pared gigante en esa misma sala, poniendo en valor cada creación individual. Sobre la pequeña pantalla parece un juego más de un Ipad, pero cuando esos peques y no tan peques dan un paso atrás en la sala y ven su creación sobre una pared gigante del Tate Gallery de Londres, con su nombre bajo el cuadro, ¨Maite, Madrid¨, parece que la autoestima pide paso. Y con ella la ilusión por crear.



Hemos hecho una escapada sin peques a las bodegas del Stafford en Green Park, donde nos juntamos con el grupo de expatriados que trabajan con Javi. Percepciones de vida se superponen de forma surrealista en las conversaciones, en frente mío en la mesa, un joven padre de tres hijos que ha enviudado recientemente de la manera más inesperada y trágica, junto a jóvenes recién casadas, risuenas y atrevidas que bromean sobre el efecto abrumador que cae sobre la losa de la maternidad. ¨Mirad que cara de agotados tenéis, padres, en esta esquina, y yo pensando en tener hijos, creo que me lo voy a pensar¨. Siempre que participo en este tipo de conversaciones, pienso en la evolución del ser humano, no creo que sea mejor ni peor ser o no ser padre, sobre todo porque quien ya lo es nunca deja de serlo y por tanto es complicado poder comparar realmente, tipo "lo he sido y prefiero no serlo", algo así como prefiero vivir en Londres que en Madrid, para quien ha conocido ambas, en un juicio en el que jugaría siempre la subjetividad, pero que por lo menos estaría basado en una comparativa de experiencias personales. 

Así que oigo estas conversaciones, cada cual desde su realidad, y pienso en el padre viudo que tengo delante, que tiene el mérito de escuchar con prudencia esas otras realidades, tan reales para cada uno como la suya seguramente. Y él que estará supongo en otro estadio más allá respecto a nosotros, que seguimos discutiendo por el mundanal runrún, ajenos a la realidad de que un día, cuando quizás nos falte lo más querido, y digo quizás porque o nos faltará o faltaremos nosotros, daríamos todo el oro del mundo por compartir un trayecto más entre el British y el Tate, ese por el que refunfuñaba yo esta mañana pensando en que sería mucho trasiego para las peques a una hora delicada de hambre y sueño para ellas. Es triste e irremediable solo ser capaces de ver y calibrar nuestro presente. Es la vida.



Una parada en el Museo de la Ciencia nos lleva a descubrir el "Garden¨, un espacio para que los más peques experimenten con agua, bloques, texturas, toboganes, y un espacio didáctico para entender la construcción de puentes y la capacidad de resistencia, en uno de los muchos talleres educativos que ofrece este espacio. En el Museo de Historia Natural vemos dinosaurios gigantes, y sin darnos mucha cuenta, vamos inyectando en Maite y Julia el gusto por la historia, la ciencia, el arte, que engullen con asombro e ilusión. Una buena edad para cultivar ese espíritu, yo por lo menos no recuerdo tener de lejos ese interés en aquellos años míos. Creo que me quedé estancada en las historias de Caroline et Bruno.  

El domingo nos tiene preparada una bonita sorpresa en la alfombra mágica del National Gallery, que se desenrolla bajo un cuadro cualquiera de una de las salas del museo, para contar una historia a través de la pintura, en este caso de leopardos, princesas y serpientes de chocolate. Allí, unos diez niños, entre ellos Maite y Julia, participan activamente en la creación de la escena que tienen ante ellos, a través de sus cuerpos y su imaginación, mientras vuelan al pasado sobre el tapiz que les acoge, antes de cerrar los ojos y frotar la alfombra suavemente para regresar de un chasquido al Londres de 2015. 



Winter Wonderland era el destino londinense prometido a mis hijas, que ya habían podido visualizar a través de la ventana al mundo que representa youtube. Una y otra vez me pedían desde semanas antes ver ese vídeo de luces navideñas y atracciones vertiginosas, anticipando lo que sería su viaje a ese Londres que necesitaban aterrizar de alguna manera tangible. Casas encantadas, columpios horizontales, barcos piratas, autos de choque, todo ligeramente más sofisticado que un parque de atracciones al uso de cualquier lugar, pero realmente muy parecido. Pero claro, viaja millas para que su recuerdo más intenso de Londres sean los autos de choque, los mismos que tenemos en las fiestas del pueblo de la esquina. Es un riesgo a asumir con un niño, siempre. Quizás lo cómico y absurdo sea más bien nuestro afán por querer ir lejos para descubrir lo que está cerca realmente. Nuestra pequeña historia de alquimistas.

Menos mal que cuando se hace de noche, el parque de Winter Wonderland toma un tinte londinense puro, y se transforma en un espacio de juerga local al aire libre, con conciertos en vivo, gente con ganas de pasarselo bien, alrededor de un fuego gigante para combatir el frío, y más brasas para tostar mashmellows, y de paso para protegernos del frio helador que acecha Hyde park. Y en este rato descubro que, con una buena siesta previa, mis peques siguen la tralla, bailan al son de Mama Mia entre otros, se suben la podium y lo dan todo, como su madre en sus buenos tiempos. Momentitos que refuerzan el impulso acertado de llevarnos a nuestras hijas a donde haga falta.

Este fin de semana he descubierto un Londres distinto, a través de la mirada de mis hijas, la misma que me ayuda a descubrir el mundo en esta etapa de mi vida, en un viaje que me da una vez más la perspectiva de lo poco que merece la pena refunfuñar para cruzar Londres, del Británico a la Tate, sea la hora que sea, o de orilla a orilla del río helado si hace falta, siempre que sea con mi metrito cuadrado, esa balsa que me da la vida.



Saturday, May 30, 2015

Perder el miedo, por sevillanas



Tres son los trajes de gitana que tengo olvidados en un armario, un dos piezas fucsia que me compré cuando todavía tenía cuerpo de niña, otro marrón elegante para las buenas ocasiones, y un último blanco y negro al que no tengo especial cariño, pero que me hizo algun apaño cuando entendí que no estaba bien visto repetir modelo de feria en feria.



Y es que cuatro son las romerías del Rocío que llevo a mis espaldas, en tiempos en los que Javi trabajaba en Andalucía y el fin de semana en la aldea formaba parte del agasajo a clientes, todavía cuando nos empezábamos a conocer. Aquellos trajes apretaban tanto que la mujer de un alcalde, que sólo me veía de junio en junio, me felicitó el segundo año por "mi nuevo embarazo, porque el año pasado ¿también estabas embarazada en estas fechas, verdad?".  Y claro, ni uno ni otro año. Atrevimientos de esos de tirarse por acantilados. 


Cuatro más, fueron los años que trabajé en una empresa con sede en Sevilla en la que no había celebración que se preciara sin un buen recital de sevillanas. Y otras cuatro, siempre cuatro, las ferias de Sevilla que he vivido en Washington, cantando la Salve rociera con el coro de Centro Español y ayudando a servir paellas, sangría y tortillas de patata a compatriotas expatriados y americanos curiosos.

Y cuatro son también las horas que he dormido esta noche, tras una madrugada en el Almonte, un garito rociero en la calle Juan Bravo en el que, como en muchos rincones de los mil y un Madrides dentro de Madrid, sólo tienes que atravesar la puerta para transportarte a cientos de kilómetros. Como si al salir de nuevo te fueras a encontrar con la luz de Doñana acariciando la marisma.


He perdido la cuenta de las horas me he pasado yo todos estos años sentada en una silla mirando a parejas bailar sevillanas, acompañándoles por lo menos con palmas, que por fin aprendí a acompasar. Con lo que me gusta a mi bailar, y desde una silla ya harta de aguantar mi peso, me había quedado estancada en el "ay, como me gustaría saber bailar sevillanas", con la impasividad de quien se queja como si algo o alguien se lo impidiera. O quizás poniendo excusas al miedo.


Hasta este mes de Enero. Entre mis propósitos de nuevo año que desgrané con Javi en torno a una botella de vino, estaba el dedicarme una hora a la semana a mí, para aprender esos tan anhelados pasos de sevillanas. Para incorporar la técnica a la pasión que ya llevo dentro por bailar. Y he dicho bien pasión, que no gracia. 


Me apunté por fin a una de esas clases que normalmente se llenan en Enero y acompañan mil y un nuevos propósitos. Y me topé con el reto añadido de entrar en un grupo que lleva ya dos años bailando. "No hago ya pasos de iniciación" me dijo Susana, nuestra profesora de paciencia infinita, "pero si tienes interés, vente y te puedo ir enseñando mientras las demás practican". Y hora a hora, semana a semana, he ido superando mi vergüenza de verme torpe y perdida entre las cuatro mujeres que forman el grupo de nivel más avanzado, acoplando con esfuerzo y concentración un paso al siguiente, y un brazo y otro brazo a esos giros, pasos y taconeos.


Y anoche ha sido el gran día. Para mí, claro. Mi pequeña puesta de largo. Y no porque sacara del armario uno de mis tres trajes que nunca me han visto moverme. Ni hacia falta, en Madrid se sale a bailar vestido de calle. Ha sido el gran día, porque tras cuatro meses aprendiéndome los pasos entre las cuatro paredes de la sala polivalente en la que recibimos las clases, por fin he podido saborear los frutos de mi propósito, en ambiente rociero de fiesta y desinhibición. 

Todavía muy lejos del nivel y la gracia de esas medio gitanas de pelo largo y tacón alto que bailan a nuestro lado, pero bastante más cerca de verme en el espejo y tocar con la punta del dedo un pequeño hito que me había propuesto en el camino. Y quitarme ya esa espinita de flor rociera. 

Anoche todos se movían con arte a mi alrededor, y seguramente yo tenía un evidente aire de principiante a sus ojos, pero yo me vi en plenitud y lo disfruté como quien se abraza a un divertido juego del que por fin ha aprendido las reglas.


Hoy no siento los pies, pero no importa.