Saturday, May 30, 2015

Perder el miedo, por sevillanas



Tres son los trajes de gitana que tengo olvidados en un armario, un dos piezas fucsia que me compré cuando todavía tenía cuerpo de niña, otro marrón elegante para las buenas ocasiones, y un último blanco y negro al que no tengo especial cariño, pero que me hizo algun apaño cuando entendí que no estaba bien visto repetir modelo de feria en feria.



Y es que cuatro son las romerías del Rocío que llevo a mis espaldas, en tiempos en los que Javi trabajaba en Andalucía y el fin de semana en la aldea formaba parte del agasajo a clientes, todavía cuando nos empezábamos a conocer. Aquellos trajes apretaban tanto que la mujer de un alcalde, que sólo me veía de junio en junio, me felicitó el segundo año por "mi nuevo embarazo, porque el año pasado ¿también estabas embarazada en estas fechas, verdad?".  Y claro, ni uno ni otro año. Atrevimientos de esos de tirarse por acantilados. 


Cuatro más, fueron los años que trabajé en una empresa con sede en Sevilla en la que no había celebración que se preciara sin un buen recital de sevillanas. Y otras cuatro, siempre cuatro, las ferias de Sevilla que he vivido en Washington, cantando la Salve rociera con el coro de Centro Español y ayudando a servir paellas, sangría y tortillas de patata a compatriotas expatriados y americanos curiosos.

Y cuatro son también las horas que he dormido esta noche, tras una madrugada en el Almonte, un garito rociero en la calle Juan Bravo en el que, como en muchos rincones de los mil y un Madrides dentro de Madrid, sólo tienes que atravesar la puerta para transportarte a cientos de kilómetros. Como si al salir de nuevo te fueras a encontrar con la luz de Doñana acariciando la marisma.


He perdido la cuenta de las horas me he pasado yo todos estos años sentada en una silla mirando a parejas bailar sevillanas, acompañándoles por lo menos con palmas, que por fin aprendí a acompasar. Con lo que me gusta a mi bailar, y desde una silla ya harta de aguantar mi peso, me había quedado estancada en el "ay, como me gustaría saber bailar sevillanas", con la impasividad de quien se queja como si algo o alguien se lo impidiera. O quizás poniendo excusas al miedo.


Hasta este mes de Enero. Entre mis propósitos de nuevo año que desgrané con Javi en torno a una botella de vino, estaba el dedicarme una hora a la semana a mí, para aprender esos tan anhelados pasos de sevillanas. Para incorporar la técnica a la pasión que ya llevo dentro por bailar. Y he dicho bien pasión, que no gracia. 


Me apunté por fin a una de esas clases que normalmente se llenan en Enero y acompañan mil y un nuevos propósitos. Y me topé con el reto añadido de entrar en un grupo que lleva ya dos años bailando. "No hago ya pasos de iniciación" me dijo Susana, nuestra profesora de paciencia infinita, "pero si tienes interés, vente y te puedo ir enseñando mientras las demás practican". Y hora a hora, semana a semana, he ido superando mi vergüenza de verme torpe y perdida entre las cuatro mujeres que forman el grupo de nivel más avanzado, acoplando con esfuerzo y concentración un paso al siguiente, y un brazo y otro brazo a esos giros, pasos y taconeos.


Y anoche ha sido el gran día. Para mí, claro. Mi pequeña puesta de largo. Y no porque sacara del armario uno de mis tres trajes que nunca me han visto moverme. Ni hacia falta, en Madrid se sale a bailar vestido de calle. Ha sido el gran día, porque tras cuatro meses aprendiéndome los pasos entre las cuatro paredes de la sala polivalente en la que recibimos las clases, por fin he podido saborear los frutos de mi propósito, en ambiente rociero de fiesta y desinhibición. 

Todavía muy lejos del nivel y la gracia de esas medio gitanas de pelo largo y tacón alto que bailan a nuestro lado, pero bastante más cerca de verme en el espejo y tocar con la punta del dedo un pequeño hito que me había propuesto en el camino. Y quitarme ya esa espinita de flor rociera. 

Anoche todos se movían con arte a mi alrededor, y seguramente yo tenía un evidente aire de principiante a sus ojos, pero yo me vi en plenitud y lo disfruté como quien se abraza a un divertido juego del que por fin ha aprendido las reglas.


Hoy no siento los pies, pero no importa.  

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