Tres son los
trajes de gitana que tengo olvidados en un armario, un dos piezas fucsia que me
compré cuando todavía tenía cuerpo de niña, otro marrón elegante para las
buenas ocasiones, y un último blanco y negro al que no tengo especial cariño,
pero que me hizo algun apaño cuando entendí que no estaba bien visto repetir
modelo de feria en feria.
Y es que cuatro
son las romerías del Rocío que llevo a mis espaldas, en tiempos en los que Javi
trabajaba en Andalucía y el fin de semana en la aldea formaba parte del agasajo
a clientes, todavía cuando nos empezábamos a conocer. Aquellos trajes apretaban
tanto que la mujer de un alcalde, que sólo me veía de junio en junio, me
felicitó el segundo año por "mi nuevo embarazo, porque el año pasado ¿también
estabas embarazada en estas fechas, verdad?". Y claro, ni uno ni
otro año. Atrevimientos de esos de tirarse por acantilados.
Cuatro más,
fueron los años que trabajé en una empresa con sede en Sevilla en la que no había
celebración que se preciara sin un buen recital de sevillanas. Y otras cuatro,
siempre cuatro, las ferias de Sevilla que he vivido en Washington, cantando la
Salve rociera con el coro de Centro Español y ayudando a servir paellas, sangría y
tortillas de patata a compatriotas expatriados y americanos curiosos.
Y cuatro son
también las horas que he dormido esta noche, tras una madrugada en el Almonte,
un garito rociero en la calle Juan Bravo en el que, como en muchos rincones de
los mil y un Madrides dentro de Madrid, sólo tienes que atravesar la puerta para
transportarte a cientos de kilómetros. Como si al salir de nuevo te fueras a
encontrar con la luz de Doñana acariciando la marisma.
He perdido la
cuenta de las horas me he pasado yo todos estos años sentada en una silla
mirando a parejas bailar sevillanas, acompañándoles por lo menos con palmas,
que por fin aprendí a acompasar. Con lo que me gusta a mi bailar, y desde una
silla ya harta de aguantar mi peso, me había quedado estancada en el "ay,
como me gustaría saber bailar sevillanas", con la impasividad de quien se
queja como si algo o alguien se lo impidiera. O quizás poniendo excusas al
miedo.
Hasta este mes
de Enero. Entre mis propósitos de nuevo año que desgrané con Javi en torno a
una botella de vino, estaba el dedicarme una hora a la semana a mí, para
aprender esos tan anhelados pasos de sevillanas. Para incorporar la técnica a
la pasión que ya llevo dentro por bailar. Y he dicho bien pasión, que no gracia.
Me apunté por
fin a una de esas clases que normalmente se llenan en Enero y acompañan mil y
un nuevos propósitos. Y me topé con el reto añadido de entrar en un grupo que
lleva ya dos años bailando. "No hago ya pasos de iniciación" me dijo
Susana, nuestra profesora de paciencia infinita, "pero si tienes interés,
vente y te puedo ir enseñando mientras las demás practican". Y hora a
hora, semana a semana, he ido superando mi vergüenza de verme torpe y perdida
entre las cuatro mujeres que forman el grupo de nivel más avanzado, acoplando
con esfuerzo y concentración un paso al siguiente, y un brazo y otro brazo a
esos giros, pasos y taconeos.
Y anoche ha
sido el gran día. Para mí, claro. Mi pequeña puesta de largo. Y no porque
sacara del armario uno de mis tres trajes que nunca me han visto moverme. Ni
hacia falta, en Madrid se sale a bailar vestido de calle. Ha sido el gran día,
porque tras cuatro meses aprendiéndome los pasos entre las cuatro paredes de la
sala polivalente en la que recibimos las clases, por fin he podido saborear los
frutos de mi propósito, en ambiente rociero de fiesta y desinhibición.
Todavía muy
lejos del nivel y la gracia de esas medio gitanas de pelo largo y tacón alto
que bailan a nuestro lado, pero bastante más cerca de verme en el espejo y tocar
con la punta del dedo un pequeño hito que me había propuesto en el camino. Y
quitarme ya esa espinita de flor rociera.
Anoche todos se
movían con arte a mi alrededor, y seguramente yo tenía un evidente aire de
principiante a sus ojos, pero yo me vi en plenitud y lo disfruté como quien se
abraza a un divertido juego del que por fin ha aprendido las reglas.
Hoy no siento los pies, pero no importa.
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