Wednesday, November 9, 2016

Cómo te lo cuento, hija mía

Era agosto de 1990, recién estallada la guerra del golfo, cuando tomé mi primer avión rumbo a Florida para vivir la experiencia americana a través de los ojos de una adolescente. Me di de morros con una América profunda, de tintes rancios, que desconocía el mundo mas allá de su país, que me preguntaba si allá en el mío había ascensores o fregaplatos, y si España era una ciudad de Cuba o de México.

Me aprendí de memoria los diálogos originales entre Richard Gere y Julia Roberts en Pretty Woman. Cambié mi pelo cardado de adolescente intrépida por diademas de Minnie en la cercana Disneyworld en Orlando. Fui a misa todos los domingos, ya no a recibir, sino a repartir la comunión, con una familia que participaba activamente en la iglesia. Esperaba pacientemente la llamada de mi familia y de mi novio francés de entonces, cada domingo, como un ritual, entre alguna carta manuscrita que llenaba mi mesilla de sueños y aromas imaginarios. Recordando mis veranos en el pueblo. Subiendo la cuesta de la playa. Recorriendo todas las fiestas del calendario, como si cada amanecer fuera a marcar el fin del mundo. Añorando las conversaciones abiertas, libres y jocosas en la sobremesa en familia de los domingos, mientras mi madre se afanaba en recoger las migas del mantel, con un recogedor de plata que pedía descanso.

Hasta entonces me tomaba el mundo por montera, con 16 años ya sabía lo que era vivir fuera de casa, en otros países, no creía tener miedo a nada, y de repente me encontré entre banderas americanas, escenas de guerra y soldados heroicos en la televisión, sola, perdida, sin saber porqué. Me sentí encadenada, sin referencias válidas, sin voz ni aliados, y solo encontré el consuelo en vasos de agua que me ayudaban a engullir pastillas para dormir. Que no he vuelto a probar.

Con todo lo que aprendí con el tiempo a agradecer la entrega de una familia americana, irónicamente con ascendencia bilbaína, que me abrió su casa y se volcó en ofrecer lo mejor de sus vidas, un año después me despedí de aquel país, jurando que no volvería, más que de superficiales vacaciones.

Quince años después, a la orilla del mar en Bunaken, Indonesia, animé al que es hoy mi marido a embarcarnos en una aventura profesional de nuevo a la tierra de los sueños. Tenía una cuenta pendiente con ese país. Llegamos a Washington en otro agosto, esta vez de 2007. Corrían entonces las primarias con una Hillary que no le llegaba a la altura a un Obama inspirador, de mirada soñadora, puño firme y gesto conciliador. Lo tuvimos todos claro. Le seguimos en su campaña, vitoreándole desde una segunda fila en el condado de Loudoun donde Javi y yo nos casamos, mientras Barack comenzaba a llevarse de la mano a los escépticos del estado de Virginia. Meses más tarde, celebramos su victoria en la calle, en una ciudad eufórica, entre fuegos artificiales, como se celebran los grandes momentos históricos.

En los años siguientes me reconcilié con lo que ellos llaman América. Viví un Washington liberal, cosmopolita, abierto al mundo. Di allí a luz a mi primera hija, y le llevé con 9 días de vida a la cercana Casa Blanca a ver los fuegos del 4 de Julio. Me emocioné de vivir ese momento, en esa ciudad, en esa misma calle, de darle la oportunidad a mi siguiente generación de ser parte de aquello. Igual que me emocionaba cada vez que escuchaba a Obama abordar cualquier tema. Era como escuchar a ese adulto de referencia a quien quieres contarle cómo te sientes, porque esperas y sabes que tendrá una palabra sabia e inspiradora para ti. Solo le hacía sombra su propia mujer Michelle, que añade sensibilidad femenina y maternal a todo lo que toca.

Anoche me volví a emocionar con el último discurso de Obama en New Hampshire a través de la CNN, ya desde un lejano Madrid, cuando recordaba a su gente que ellos tenían el poder para cambiar el mundo. Sonaban campanas de despedida. Pasara lo que pasara hoy, yo solo pensaba frente a mi televisor que el mundo político perdía un gran líder.

Y hoy nos hemos despertado con la peor de las pesadillas. Cuando yo me levantaba, mi marido se iba a dormir después de pasar toda la noche absorto frente a la CNN. Solo hemos visto juntos el discurso de Trump como presidente, rodeado de personas que han hecho resucitar mis fantasmas del pasado, de la América más retrógrada, más ignorante, más anacrónica, la que se mira al ombligo. No soy capaz de hacer una lectura política, no es lo mío. Solo sé que hoy estoy mas triste que ayer, que se ha empañado mi visión siempre esperanzadora y de ingenuo optimismo, y he perdido un poco de fe en el ser humano.

En estos últimos años aprendí a querer a ese país, se convirtió en parte de mi, de nosotros. Ayer le brillaban los ojos a mi hija americana cuando le contaba que ella también un día podría ser presidente de los Estados Unidos, porque hoy iba a ser un día histórico. Y hoy todavía no sé cómo explicarle lo que ha pasado. Lo siento, Maite, los padres no tenemos todas las respuestas.



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