Siempre hay piedras en el camino. La primera, en los brazos de Debbie, una abuelita amorosa, en edad de pasar
los días mirando por la ventana desde el sofá y regando sus plantas, que nos recibe
en un viejo despacho del Spicewood Elementary School. Hemos quedado con ella el lunes a las nueve de la mañana, dentro de una intensa agenda de tres días cuidadosamente preparada desde Madrid, para intentar hacernos con nuestra nueva vida en Austin. Según ponemos los pies en
su oficina, sin dejar siquiera que nos sentemos, quizás solo con el ánimo de
darnos la noticia cuanto antes, viene con el jarro de agua fría, y éste no es
para sus flores.
“¿Cuándo hace los años vuestra hija pequeña? ¿29 de diciembre?
Mmm. No puede ser admitida este año en un colegio, es la ley del estado de
Texas”. Como cuando te pilla un chaparrón en mitad del campo y te cala los huesos. Había oído que el “cut off”, así llaman al criterio que marca el año de escolarización, era en septiembre, a diferencia de nuestro año natural. Pero yo, en el sofá de mi casa en Madrid frente mi ordenador, empecinada en seleccionar entre los colegios más cercanos a la oficina como criterio principal de búsqueda, me había dejado por el camino lo más determinante. Y era que Julia siquiera pudiera ir al colegio. Árboles que no dejan ver el bosque.
A partir de aquí, comienza un peregrinaje contrarreloj por colegios públicos y privados, los primeros excelentes en función de las zonas de residencia, los segundos curiosamente muy variables, con el supuesto valor añadido de la inmersión en otros idiomas. O bien español, que no nos interesa especialmente, o francés, una opción más razonable pero un poco arriesgada para dos niñas que no han tenido más exposición al idioma que nuestros viajes aventureros de verano. Incluso un alarde de creatividad nos lleva hasta Colegio Montessori de inmersión en mandarín, hasta que me veo en la breve visita informativa rodeada de niños, padres y abuelos orientales en conversaciones indescifrables, y pienso que quizás estamos ya perdiendo un poco el norte. En cualquier caso, ninguno justifica en mi mente una inversión desproporcionada, cuando lo que quieres es que tus hijos aprendan inglés y sobre todo cuando la mejor educación y experiencia pura americana está en los fantásticos colegios públicos de este país.
Cualquiera de los que hemos visitado
podría ser una excelente opción para Maite a sus 6 años, y Julia podría ir a un
privado infantil a su curso correspondiente; parece que, con dinero de por
medio, las leyes de Texas se tornan más laxas. He visitado varios de esos “kindergarden”
y son realmente guarderías venidas a más, que me lleva a una etapa más que
superada y la que no me veo regresando. Y sobre todo, pienso, y más en este
momento de cambio tan vertiginoso de las niñas, de país, idioma y colegio, que no quiero privarles de ir
juntas al mismo centro como han hecho siempre, alcanzando sus manos fugazmente
mientras hacen fila en los pasillos, o buscando ese hueco en el patio en las horas de recreo para trepar la valla prohibida y darse un beso de hermanas.
Tenía tres días completos para configurar mi vida aquí. Los
dos primeros, amanezco con jet lag a la una de la madrugada para trabajar hasta el
amanecer para España, hasta comenzar la mañana de Austin una carrera
contrarreloj de citas, visitas y reuniones informativas, para no llegar a ningún
sitio, topándome con un muro tras otro. Acabo mi segundo día agotada, ya sola
en el hotel, después de despedir a Javi que vuela a Orlando a trabajar, delante
de una copa de vino. Pensando en la frustración que vive cualquier persona que
se topa con un sistema tan distinto al suyo y malgastando esfuerzos intentando
desbancar reglas que uno no entiende ni comparte. Desanimada con la batalla
perdida contra quien no tiene la culpa de no conseguir empatizar contigo, tan
lejos ellos de tu realidad, tan distante tú de la suya.
¡Pero si lleva tres años yendo al colegio de nueve a cinco!
¡Si está preparada para ir a primaria en unos meses! En Laurel Mountain y
Caraway school, excelentes colegios también, nuestras anfitrionas nos miran
despreocupadas, encogiéndose de hombros, recordándonos brevemente la ley y retomando
su discurso informativo sobre el proceso de registro. En Canyon Creek tenemos
la suerte de ser recibidos por Jan, la Counselor, que pone algo más de interés,
empeño y cariño, para llegar no obstante a la misma conclusión, Julia no podrá
estar escolarizada este año en el sistema público. La vida en negro. La vida en color burdeos,
que quita las penas. Siempre pienso que tiraríamos menos de ansiolíticos si
aprendiésemos a apreciar mejor el vino.
Día tres. Amanece que no es poco. Y a la vida le caen
retazos del rosa de la mañana. Me quedan veinticuatro horas para encontrar el
camino. Les prometí a Maite y Julia que volvería con un cole debajo del brazo.
Me puede la presión de regresar a casa con un mensaje vacío, con un no sé, con
un quizás titubeante y menos convincente.
Tras la tormenta siempre se abren las nubes. A veces hasta
asoma el arco iris. En forma de un gesto amable de alguien que ha pasado por tu
situación en algún momento. De la solidaridad de quien está fuera, lejos de
casa y busca y ofrece un hombro en el que reclinarse. Rutledge tiene nombre de ilusión. De proyecto
nuevo, fresco, con luz y verdes, en un vecindario sacado de película americana
que tanto condiciona nuestros sueños, frente a un lago por el que desfilan
disciplinados patitos bajo el sol templado de enero.
Se abre la oportunidad. Y se abre mi cabecita. Y trabaja mi
estómago. Digiriendo las reglas del juego, que no han cambiado. Julia no puede
ser admitida en tercero de infantil. Pero nos saluda el arcoíris. Hay una clase
de segundo, con niños de su edad y más pequeños que ella, en el mismo colegio -
muy pocos colegios tienen esa clase de "pre-k" en el mismo campus. A priori le
deberían admitir aquí por su inglés como segundo idioma, uno de los criterios
de selección para poder acceder. Confío en que el proceso nos lleve a su
admisión, pero no lo sabremos hasta que nos mudemos. Siempre habrá incógnitas
en el camino. Aunque nos afanemos en querer tenerlo todo atado. Los cabos a
veces aflojan cuando menos lo esperamos. Y eso está bien. Nos mantiene
despiertos.
Y no es el único cabo que anudar. No estaba preparada para
tanta cuerda suelta. El colegio, que normalmente sucede únicamente entre 7:30 y
2:45 para todos los niños, despide a la clase de Julia a las 10:45 de la mañana,
en un programa concebido en cualquier colegio público para una media jornada.
Tres horas de escolarización. Qué hago con mi hija a las 11 de la mañana. Qué
hago con mi opción de trabajo en remoto. Qué hago con tener que renunciar a sus ocho horas en el colegio, una rutina que tiene interiorizada desde
que cumplió ocho meses y gateaba en un aula de delfines persiguiendo a su amiga
Paula, a la que echará tanto de menos. Ella que ha sido la pequeña de clase, y
que, a base de empujar suavemente, hemos conseguido que se ponga a la altura de
niños un año mayor que ella en muchos casos. Qué hago, joder.
Respirar. Dar un paso hacia atrás. Observar nuestro concepto
de vida. Nuestros pequeños paradigmas. Cuestionarlos, porqué no. Necesito
información. Internet. Empiezo a leer sobre los criterios de escolarización en
los distintos países y sobre los argumentos de los detractores de la
escolarización temprana.
Y pienso. ¿Y si…? Y si le devuelvo a Julia las horas que le
robé del trabajo cuando tenía 4 meses, cuando viajaba al norte de Francia y
lloraba por las esquinas de verme separada de ella tan pronto. Y si me dedico a lo que más quiero en cuerpo y alma por un tiempo. Y si le acompaño a partir de esas 10:45 a las infinitas actividades que hay
en el barrio, a museos, escuelas de baile, o al YMCA de la esquina, que tiene fantásticas
actividades para su edad. Y si simplemente nos perdemos por la ciudad, sin
rumbo fijo. Y si aprendemos a cocinar y se nos pasan las horas mano a mano con
un delantal de colores jugando con masas y formas, poniéndonos perdidas. Y si le
doy el espacio para que se sienta importante, segura, viéndose la mayor de su
clase durante esas tres horas, y no le queden resquicios de ir a rebufo de sus
compañeros, que hoy todavía le sacan media cabeza. Y si estoy realmente
presente acompañándola en su aprendizaje, en su descubrimiento de una realidad
distinta.
Confío en que Maite se adaptará con facilidad, el mundo es
suyo, es valiente y decidida, y se toma la vida por montera. A Julia le puede
su sensibilidad, su delicadeza fina, y confío en que agradecerá tener una transición más suave. Aunque siempre pongo atención en no reforzar
la ñoñería que a veces le tienta, sí le respeto esa profunda sensibilidad,
porque es tan grande como su propio corazón, ese que dice que le duele muchas
veces. Será que no le cabe en su cuerpecito.
Así que he pensado que esta barrera que me he encontrado en
este viaje me puede realmente abrir paso a una pradera de momentos madre-hija
que recordaré cuando Julia haya crecido, y ya quizás no me acaricie tanto la
mejilla como lo hace ahora cuando me ve triste y me susurra: “mami ¿eztáz bien?”.
Maite, cómete el mundo, que te tiene preparado cosas grandes
y este país que te vio nacer es el sitio para quien no tiene límites como tú. Y
Julia, hagamos pastel de bizcocho, sin chocolate, solo regado de lacasitos de colores,
tal y como te gusta.
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