Wednesday, December 14, 2016

De piedras y bizcocho



Siempre hay piedras en el camino. La primera, en los brazos de Debbie, una abuelita amorosa, en edad de pasar los días mirando por la ventana desde el sofá y regando sus plantas, que nos recibe en un viejo despacho del Spicewood Elementary School. Hemos quedado con ella el lunes a las nueve de la mañana, dentro de una intensa agenda de tres días cuidadosamente preparada desde Madrid, para intentar hacernos con nuestra nueva vida en Austin. Según ponemos los pies en su oficina, sin dejar siquiera que nos sentemos, quizás solo con el ánimo de darnos la noticia cuanto antes, viene con el jarro de agua fría, y éste no es para sus flores.
“¿Cuándo hace los años vuestra hija pequeña? ¿29 de diciembre? Mmm. No puede ser admitida este año en un colegio, es la ley del estado de Texas”.

Como cuando te pilla un chaparrón en mitad del campo y te cala los huesos. Había oído que el “cut off”, así llaman al criterio que marca el año de escolarización, era en septiembre, a diferencia de nuestro año natural. Pero yo, en el sofá de mi casa en Madrid frente mi ordenador, empecinada en seleccionar entre los colegios más cercanos a la oficina como criterio principal de búsqueda, me había dejado por el camino lo más determinante. Y era que Julia siquiera pudiera ir al colegio. Árboles que no dejan ver el bosque.

A partir de aquí, comienza un peregrinaje contrarreloj por colegios públicos y privados, los primeros excelentes en función de las zonas de residencia, los segundos curiosamente muy variables, con el supuesto valor añadido de la inmersión en otros idiomas. O bien español, que no nos interesa especialmente, o francés, una opción más razonable pero un poco arriesgada para dos niñas que no han tenido más exposición al idioma que nuestros viajes aventureros de verano. Incluso un alarde de creatividad nos lleva hasta Colegio Montessori de inmersión en mandarín, hasta que me veo en la breve visita informativa rodeada de niños, padres y abuelos orientales en conversaciones indescifrables, y pienso que quizás estamos ya perdiendo un poco el norte. En cualquier caso, ninguno justifica en mi mente una inversión desproporcionada, cuando lo que quieres es que tus hijos aprendan inglés y sobre todo cuando la mejor educación y experiencia pura americana está en los fantásticos colegios públicos de este país.

Cualquiera de los que hemos visitado podría ser una excelente opción para Maite a sus 6 años, y Julia podría ir a un privado infantil a su curso correspondiente; parece que, con dinero de por medio, las leyes de Texas se tornan más laxas. He visitado varios de esos “kindergarden” y son realmente guarderías venidas a más, que me lleva a una etapa más que superada y la que no me veo regresando. Y sobre todo, pienso, y más en este momento de cambio tan vertiginoso de las niñas, de país, idioma y colegio, que no quiero privarles de ir juntas al mismo centro como han hecho siempre, alcanzando sus manos fugazmente mientras hacen fila en los pasillos, o buscando ese hueco en el patio en las horas de recreo para trepar la valla prohibida y darse un beso de hermanas.
Tenía tres días completos para configurar mi vida aquí. Los dos primeros, amanezco con jet lag a la una de la madrugada para trabajar hasta el amanecer para España, hasta comenzar la mañana de Austin una carrera contrarreloj de citas, visitas y reuniones informativas, para no llegar a ningún sitio, topándome con un muro tras otro. Acabo mi segundo día agotada, ya sola en el hotel, después de despedir a Javi que vuela a Orlando a trabajar, delante de una copa de vino. Pensando en la frustración que vive cualquier persona que se topa con un sistema tan distinto al suyo y malgastando esfuerzos intentando desbancar reglas que uno no entiende ni comparte. Desanimada con la batalla perdida contra quien no tiene la culpa de no conseguir empatizar contigo, tan lejos ellos de tu realidad, tan distante tú de la suya.

¡Pero si lleva tres años yendo al colegio de nueve a cinco! ¡Si está preparada para ir a primaria en unos meses! En Laurel Mountain y Caraway school, excelentes colegios también, nuestras anfitrionas nos miran despreocupadas, encogiéndose de hombros, recordándonos brevemente la ley y retomando su discurso informativo sobre el proceso de registro. En Canyon Creek tenemos la suerte de ser recibidos por Jan, la Counselor, que pone algo más de interés, empeño y cariño, para llegar no obstante a la misma conclusión, Julia no podrá estar escolarizada este año en el sistema público.  La vida en negro. La vida en color burdeos, que quita las penas. Siempre pienso que tiraríamos menos de ansiolíticos si aprendiésemos a apreciar mejor el vino.
Día tres. Amanece que no es poco. Y a la vida le caen retazos del rosa de la mañana. Me quedan veinticuatro horas para encontrar el camino. Les prometí a Maite y Julia que volvería con un cole debajo del brazo. Me puede la presión de regresar a casa con un mensaje vacío, con un no sé, con un quizás titubeante y menos convincente.

Tras la tormenta siempre se abren las nubes. A veces hasta asoma el arco iris. En forma de un gesto amable de alguien que ha pasado por tu situación en algún momento. De la solidaridad de quien está fuera, lejos de casa y busca y ofrece un hombro en el que reclinarse.  Rutledge tiene nombre de ilusión. De proyecto nuevo, fresco, con luz y verdes, en un vecindario sacado de película americana que tanto condiciona nuestros sueños, frente a un lago por el que desfilan disciplinados patitos bajo el sol templado de enero.
Se abre la oportunidad. Y se abre mi cabecita. Y trabaja mi estómago. Digiriendo las reglas del juego, que no han cambiado. Julia no puede ser admitida en tercero de infantil. Pero nos saluda el arcoíris. Hay una clase de segundo, con niños de su edad y más pequeños que ella, en el mismo colegio - muy pocos colegios tienen esa clase de "pre-k" en el mismo campus. A priori le deberían admitir aquí por su inglés como segundo idioma, uno de los criterios de selección para poder acceder. Confío en que el proceso nos lleve a su admisión, pero no lo sabremos hasta que nos mudemos. Siempre habrá incógnitas en el camino. Aunque nos afanemos en querer tenerlo todo atado. Los cabos a veces aflojan cuando menos lo esperamos. Y eso está bien. Nos mantiene despiertos.  
Y no es el único cabo que anudar. No estaba preparada para tanta cuerda suelta. El colegio, que normalmente sucede únicamente entre 7:30 y 2:45 para todos los niños, despide a la clase de Julia a las 10:45 de la mañana, en un programa concebido en cualquier colegio público para una media jornada. Tres horas de escolarización. Qué hago con mi hija a las 11 de la mañana. Qué hago con mi opción de trabajo en remoto. Qué hago con tener que renunciar a sus ocho horas en el colegio, una rutina que tiene interiorizada desde que cumplió ocho meses y gateaba en un aula de delfines persiguiendo a su amiga Paula, a la que echará tanto de menos. Ella que ha sido la pequeña de clase, y que, a base de empujar suavemente, hemos conseguido que se ponga a la altura de niños un año mayor que ella en muchos casos. Qué hago, joder.

Respirar. Dar un paso hacia atrás. Observar nuestro concepto de vida. Nuestros pequeños paradigmas. Cuestionarlos, porqué no. Necesito información. Internet. Empiezo a leer sobre los criterios de escolarización en los distintos países y sobre los argumentos de los detractores de la escolarización temprana.
Y pienso. ¿Y si…? Y si le devuelvo a Julia las horas que le robé del trabajo cuando tenía 4 meses, cuando viajaba al norte de Francia y lloraba por las esquinas de verme separada de ella tan pronto. Y si me dedico a lo que más quiero en cuerpo y alma por un tiempo. Y si le acompaño a partir de esas 10:45 a las infinitas actividades que hay en el barrio, a museos, escuelas de baile, o al YMCA de la esquina, que tiene fantásticas actividades para su edad. Y si simplemente nos perdemos por la ciudad, sin rumbo fijo. Y si aprendemos a cocinar y se nos pasan las horas mano a mano con un delantal de colores jugando con masas y formas, poniéndonos perdidas. Y si le doy el espacio para que se sienta importante, segura, viéndose la mayor de su clase durante esas tres horas, y no le queden resquicios de ir a rebufo de sus compañeros, que hoy todavía le sacan media cabeza. Y si estoy realmente presente acompañándola en su aprendizaje, en su descubrimiento de una realidad distinta.

Confío en que Maite se adaptará con facilidad, el mundo es suyo, es valiente y decidida, y se toma la vida por montera. A Julia le puede su sensibilidad, su delicadeza fina, y confío en que agradecerá tener una transición más suave. Aunque siempre pongo atención en no reforzar la ñoñería que a veces le tienta, sí le respeto esa profunda sensibilidad, porque es tan grande como su propio corazón, ese que dice que le duele muchas veces. Será que no le cabe en su cuerpecito.
Así que he pensado que esta barrera que me he encontrado en este viaje me puede realmente abrir paso a una pradera de momentos madre-hija que recordaré cuando Julia haya crecido, y ya quizás no me acaricie tanto la mejilla como lo hace ahora cuando me ve triste y me susurra: “mami ¿eztáz bien?”.

Maite, cómete el mundo, que te tiene preparado cosas grandes y este país que te vio nacer es el sitio para quien no tiene límites como tú. Y Julia, hagamos pastel de bizcocho, sin chocolate, solo regado de lacasitos de colores, tal y como te gusta. 

Saturday, December 10, 2016

En las nubes, entre Dublín y Texas



Así estoy. Aquí estoy, sobrevolando nubes en mitad del atlántico, camino a Nueva York, después de unos días en Irlanda, cerrando un año especial de la mano de la Fundación Down Madrid.
Google, esa palabra mágica de colores que tiene respuestas, también desde la nube, para todo lo inimaginable, nos ha brindado la oportunidad de actuar en su teatro en Dublín, ante una audiencia entrañable, receptiva a lo inusual y con ganas de jugar a la ironía.

Nos dijeron que era difícil mantener la atención de sus empleados en aquellas oficinas, que están habituados a reuniones cortas, expeditivas, que allá donde van se les ve más pendientes de su Smartphone, de su PC, de su proyecto, de su siguiente reunión. Pero de repente sucedió. En mitad de su rutina de trabajo, de su día acelerado y ocupado en cosas realmente importantes, las que dan cifras y resultados al final de un trimestre, notamos que se abría un pequeño espacio para conectar.

Animados por la iniciativa de la “Charity week” que selecciona un proyecto para cada día de esta semana, Miguel y su compañera nipona Totu, que llevan la Fundación en la sangre, han conseguido involucrar a un equipo de directivos de la casa para que apueste por nuestro proyecto y nos dedique este día. Y con ellos, más de 200 “googlers” como ellos – así se hacen llamar -, con ganas de comerse el mundo, han llenado un colorido salón de actos, para dedicarnos parte de su preciado tiempo y llevarse con ellos un cachito de magia de teatro inclusivo.

Nos regalaron risas tras cada pequeño guiño que teníamos para ellos y lloraron con Miguel cuando se emocionaba a la derecha de su hermano Guille quien, lo que a veces no alcanza con la palabra, lo hace de sobra con su intención y agudeza. “Tengo un sueño, y es trabajar aquí algún día”, aprovechaba su minuto de gloria ante los presentes en el broche final de preguntas y respuestas a los actores, por si colaba alguna oportunidad de que le acercara a vivir cerca de su querido hermano. Y es que Guille llevaba casi un año, desde que se empezó a gestar esta oportunidad, soñando en cada ensayo de los miércoles con ese momento en el que se subiría a ese escenario y brindaría su actuación a sus seres queridos. Era su día. 

Y cada uno de nosotros hemos vivido esta experiencia de una manera muy personal. Yo he disfrutado como una niña estos dos días en torno a Google, escarbando en sus políticas de recursos humanos concebidas para la generación “millenials”, con espacios de colaboración a la vanguardia, entre salas de siesta, masajes, gimnasio, piscinas, infinidad de rincones de comida variada y gratuita para sus empleados, y retazos de vida integrada en el trabajo, en forma de tabla de surf apoyada sobre una mesa de trabajo o super héroes atrincherados sobre un teclado.

Entre pasillos y ascensores se oyen todos los idiomas imaginables, en un edificio en el que confluyen los sueños alcanzados de 6000 personas venidas de todas las partes del mundo, con ansia de tener su cachito de protagonismo en el progreso de nuestra sociedad. Pienso que si tuviera 20 años menos, me encantaría ser parte de aquello.

Pero como no me tocó vivir esos tiempos en los inicios de mi carrera, y los lamentos tienen el paso corto, qué mejor oportunidad hoy que mezclarnos con esa realidad desde el teatro. Una pasión que nos otorga el espacio para dar lo mejor de cada uno de nosotros, desde nuestras habilidades, nuestras limitaciones, nuestros miedos, nuestros sueños.

“Tengo un segundo sueño” - Guille se aferra al micrófono ante una audiencia que contiene la respiración, intentando descifrar su mensaje, entre la barrera del idioma y las palabras que se le amontonan irremediablemente, en un esfuerzo que pone más si cabe en valor un excepcional trabajo artístico desplegado en el escenario.
A lo largo de este año he aprendido a escuchar a Guille, y aunque él tiene en la capacidad de síntesis su mayor reto, suele esconder, en las ideas que viajan por su sensible cabeza, un mensaje agudo y sutil, normalmente de una lógica apabullante, que nos tiene siempre a todos expectantes.

“Espero algún día tener mi programa de televisión, con mi propia voz, y ser famoso” – concluye ante los aplausos de un público entregado en lágrimas.

Por qué no, de sueños estamos hechos. Y aquel momento tan puro me hizo pensar en mis propios sueños y en cómo los contaría llegado el caso, porque seguro que también se me amontonarían las palabras.
Esta tarde sueño entre las nubes más cerca ya de Nueva York. Empieza una nueva etapa en mi vida, nuevamente en Estados Unidos, pero en esta ocasión tan distinta a las anteriores. No solo por descubrir la profunda Texas, sino sobre todo porque por primera vez como padres, les vamos a ofrecer a nuestras hijas la oportunidad de vivir en otro país, de conocer una realidad distinta a la suya, de conocerse mejor por dentro. Qué mejor regalo de navidad.  

Ya en estos días en los que nos han acompañado en Irlanda, las hemos visto dar lo mejor de sí, buscándose la vida con su todavía precario inglés, como preparándose para la realidad que les viene.

“Mami, tú encuentra primero un cole que te guste y luego buscas una casa cerquita, ¿vale?” – se despide Maite de mí en el aeropuerto de Dublín mientras le cuento que me voy unos días a Austin a situarnos con la realidad que tendremos en enero. Me asombra la naturalidad con la que vive este momento a sus 6 años.

Tengo vértigo, cosquillas en el estómago, como las que provoca una montaña rusa en un parque de atracciones, con la risa floja y el corazón en un puño.  Todo va a ir bien, me repito cada vez que me encuentro alguna pequeña piedra en el camino, mientras organizo preparativos y tomo decisiones. Los cambios son siempre una excelente oportunidad de hacer limpieza física y mental, de discernir lo delicado entre la marabunta de lo superfluo. Con mi metrito cuadrado, el espacio en el que cabe mi familia, aquí, allí, o en un vagón de montaña rusa, todo va a ir bien.

Ayer, preocupada con la sensibilidad de Julia ante los cambios a sus 4 años, y con la intención de acercarle a nuestra siguiente etapa, le pregunté:
“¿Qué vas a hacer en Estados Unidos peque?”
“Voy a hacer nuevoz amigoz mami” – me espeta para mi sorpresa, con ese sonido que aún se le resiste, como empeñada en conservar su encanto de bebé.

Quizás porque haya oído algo de que los amigos no se cambian, sino que los nuevos suman a los que ya lo son. Tocará estar lejos por un tiempo de nuestras familias y amigos, que tanto nos han dado estos años, y confieso que se me hace una pequeña bola en la garganta de pensarlo, pero como decía Whinnie de Pooh, “how lucky I am to have someone that makes saying goodbye so hard". Qué suerte tenemos de tener personas de las que nos cueste tanto despedirnos.


Wednesday, November 9, 2016

Cómo te lo cuento, hija mía

Era agosto de 1990, recién estallada la guerra del golfo, cuando tomé mi primer avión rumbo a Florida para vivir la experiencia americana a través de los ojos de una adolescente. Me di de morros con una América profunda, de tintes rancios, que desconocía el mundo mas allá de su país, que me preguntaba si allá en el mío había ascensores o fregaplatos, y si España era una ciudad de Cuba o de México.

Me aprendí de memoria los diálogos originales entre Richard Gere y Julia Roberts en Pretty Woman. Cambié mi pelo cardado de adolescente intrépida por diademas de Minnie en la cercana Disneyworld en Orlando. Fui a misa todos los domingos, ya no a recibir, sino a repartir la comunión, con una familia que participaba activamente en la iglesia. Esperaba pacientemente la llamada de mi familia y de mi novio francés de entonces, cada domingo, como un ritual, entre alguna carta manuscrita que llenaba mi mesilla de sueños y aromas imaginarios. Recordando mis veranos en el pueblo. Subiendo la cuesta de la playa. Recorriendo todas las fiestas del calendario, como si cada amanecer fuera a marcar el fin del mundo. Añorando las conversaciones abiertas, libres y jocosas en la sobremesa en familia de los domingos, mientras mi madre se afanaba en recoger las migas del mantel, con un recogedor de plata que pedía descanso.

Hasta entonces me tomaba el mundo por montera, con 16 años ya sabía lo que era vivir fuera de casa, en otros países, no creía tener miedo a nada, y de repente me encontré entre banderas americanas, escenas de guerra y soldados heroicos en la televisión, sola, perdida, sin saber porqué. Me sentí encadenada, sin referencias válidas, sin voz ni aliados, y solo encontré el consuelo en vasos de agua que me ayudaban a engullir pastillas para dormir. Que no he vuelto a probar.

Con todo lo que aprendí con el tiempo a agradecer la entrega de una familia americana, irónicamente con ascendencia bilbaína, que me abrió su casa y se volcó en ofrecer lo mejor de sus vidas, un año después me despedí de aquel país, jurando que no volvería, más que de superficiales vacaciones.

Quince años después, a la orilla del mar en Bunaken, Indonesia, animé al que es hoy mi marido a embarcarnos en una aventura profesional de nuevo a la tierra de los sueños. Tenía una cuenta pendiente con ese país. Llegamos a Washington en otro agosto, esta vez de 2007. Corrían entonces las primarias con una Hillary que no le llegaba a la altura a un Obama inspirador, de mirada soñadora, puño firme y gesto conciliador. Lo tuvimos todos claro. Le seguimos en su campaña, vitoreándole desde una segunda fila en el condado de Loudoun donde Javi y yo nos casamos, mientras Barack comenzaba a llevarse de la mano a los escépticos del estado de Virginia. Meses más tarde, celebramos su victoria en la calle, en una ciudad eufórica, entre fuegos artificiales, como se celebran los grandes momentos históricos.

En los años siguientes me reconcilié con lo que ellos llaman América. Viví un Washington liberal, cosmopolita, abierto al mundo. Di allí a luz a mi primera hija, y le llevé con 9 días de vida a la cercana Casa Blanca a ver los fuegos del 4 de Julio. Me emocioné de vivir ese momento, en esa ciudad, en esa misma calle, de darle la oportunidad a mi siguiente generación de ser parte de aquello. Igual que me emocionaba cada vez que escuchaba a Obama abordar cualquier tema. Era como escuchar a ese adulto de referencia a quien quieres contarle cómo te sientes, porque esperas y sabes que tendrá una palabra sabia e inspiradora para ti. Solo le hacía sombra su propia mujer Michelle, que añade sensibilidad femenina y maternal a todo lo que toca.

Anoche me volví a emocionar con el último discurso de Obama en New Hampshire a través de la CNN, ya desde un lejano Madrid, cuando recordaba a su gente que ellos tenían el poder para cambiar el mundo. Sonaban campanas de despedida. Pasara lo que pasara hoy, yo solo pensaba frente a mi televisor que el mundo político perdía un gran líder.

Y hoy nos hemos despertado con la peor de las pesadillas. Cuando yo me levantaba, mi marido se iba a dormir después de pasar toda la noche absorto frente a la CNN. Solo hemos visto juntos el discurso de Trump como presidente, rodeado de personas que han hecho resucitar mis fantasmas del pasado, de la América más retrógrada, más ignorante, más anacrónica, la que se mira al ombligo. No soy capaz de hacer una lectura política, no es lo mío. Solo sé que hoy estoy mas triste que ayer, que se ha empañado mi visión siempre esperanzadora y de ingenuo optimismo, y he perdido un poco de fe en el ser humano.

En estos últimos años aprendí a querer a ese país, se convirtió en parte de mi, de nosotros. Ayer le brillaban los ojos a mi hija americana cuando le contaba que ella también un día podría ser presidente de los Estados Unidos, porque hoy iba a ser un día histórico. Y hoy todavía no sé cómo explicarle lo que ha pasado. Lo siento, Maite, los padres no tenemos todas las respuestas.



Thursday, September 29, 2016

Los sueños en una maleta

Sonrisa infinita. Brochazos de vitalidad. Pinceladas de sarcasmo. Ilusión contagiosa. El futuro por delante. Los sueños en la mirada. Abrazos sin barreras, sin filtros, de esos con gracia e ímpetu, en los que sientes que recibes más de lo que puedes ofrecer. Muchos sueños por delante. Diecinueve septiembres y por fin el inicio de una carrera universitaria, en un tren camino a tus mil y un sueños. Truncado. Un corazón que se esfuma. Es pronto. No toca. La vida se escurre entre los dedos. Se escapa. Tu gesto juguetón. Tu ilusión. Tus ojos que brillan. Se van. Se van por un momento para volver con tesón y hacerse hueco. Escondida pero muy presente. Buscando el futuro en tu maleta de cuero marrón. Vistiendo tus manos de guantes blancos. Extendiendo el maquillaje con esmero sobre tu tez de marfil. Posando con delicadeza tu sombrero negro sobre tu cabecita inquieta. Y finalmente balanceándote sutilmente sobre tu bastón. Hasta lograr el equilibrio, al más puro estilo Chaplin, con la mirada al infinito, rebosando nostalgia.  Soplando vitalidad durante las escenas que no son tuyas. Derrochando paciencia. Entrega. Regalando siempre abrazos. Desplegando bondad como un fin en sí mismo. Como la única regla del juego. Gracias por recordarnos la esencia de todo cuanto nos rodea. Gracias por tus soplos de aire fresco. Es absurdo decir adiós cuando estás al inicio del camino, avistando el horizonte, con la vida por recorrer. Es jodido. Irreal. Descansa Belén. Vuela con tu maleta marrón. Mira al infinito. Y sigue soñando.

Friday, February 19, 2016

Mira hacia arriba

Después de estos cinco años intensos repartiendo los segundos contados al día entre el trabajo y mis dos princesas, este pasado mes de enero, en ese momento en el que el calendario te revuelve las intenciones, desperté con dos nuevos propósitos en mi cabeza. Podía haber sido uno solo, pero no, en mi espíritu inquieto afloraron dos, al mismo tiempo y con la misma urgencia. El de seguir creciendo a través de alguna actividad de voluntariado que tanto me ha aportado en el pasado, y retomar el teatro en alguna de sus formas, en ese siempre viaje vertiginoso hacia mi interior sobre las tablas.

Buscando y rebuscando en el baúl caótico de internet, me llama la atención la Fundación Down Madrid reclutando "actrices voluntarias sin discapacidad para compañía de teatro inclusiva". Caigo en el abismo de esa palabra densa y a la vez turbia como es la capacidad, forzados por la necesidad de poner un calificativo a todas las cosas, como quien pretende poder valorar quien está capacitado y para qué. 

Acabando la frase de reclamo del anuncio que leo, el concepto de "teatro inclusivo" me transporta al entorno de integración que vivo en el colegio de mis hijas, donde niños sordos y oyentes comparten con normalidad un mismo mundo, aunque nunca he pensado hasta ahora en qué se traduce esto realmente en el teatro.

Lo sigo sin saber, hasta un 10 de Enero, cuando me presento en el salón de actos de Polimetria 21, la compañía de teatro que ensaya los miércoles en un antiguo convento en Arturo Soria, hoy sede de la Fundación Down Madrid. Expectante, nerviosa, receptiva.

Los chicos ensayan su obra "Mira hacia arriba", ‎un montaje de creación propia, que expone el ridículo muro que levantan nuestros móviles como extensión torpe de nuestras manos, allá donde estamos, y nos privan de mirar hacia arriba, para escuchar, ayudar, ofrecer,  compartir.

Ramón Maqueda dirige, ‎con vocación, pasión, nervio a flor de piel y liderazgo sentido, un proyecto que hace muy suyo y de todos a la vez. Este montaje, que integra actores y actrices con y sin discapacidad, refleja su manera de entender el mundo, en la que transgrede no ya la barrera de las diferencias, sino también el del mismo concepto de inclusión, para hablar simplemente de lo que son en escena, actores, personas, algunas altas, otras bajas, rubias o morenas, hombres o mujeres, podrían ser travestidos, transparentes, qué más da, quien sabe, pero capacitados todos, cada uno para cosas distintas.

Hasta hace cuatro semanas el síndrome de Down había pasado de puntillas por mi vida, como muchas otras cosas que, si no te tocan de cerca, involuntariamente se te escapan, y hoy me sigo sintiendo desconocedora de este mundo, pero descubrirlo a través del teatro, por casualidad y sin intención, está siendo un pequeño regalo. 

Quizás sí, tenga un cromosoma de más, rebelde y escurridizo, que no me permite siempre expresarme verbalmente como quisiera, o sintetizar mis ideas durante los ensayos, o reconocer el tempo exacto de la música en el que tengo que poner mi pie en escena y necesito de tu señal en mi espalda. Y para eso están las manos de Bea y la mirada reafirmante de Belen, dejando caer ambas la gota de serenidad cuando chispea algun instante de tierno caos. Pero cuando hay que expresar una emoción que sale de dentro, cuando hay que jugar sin límite, cuando hay que concentrarse como si no hubiera un mañana, allí están Guille, Pepe, Mar y Belen, dándonos lecciones de como sacar la energía directa del corazón al escenario.

La semana pasada tuve la oportunidad de compartir el proyecto con mi madre, que se acercó a Madrid para celebrar su 80 cumpleaños y revolver entre sus recuerdos del pasado aquellos tiempos de cortejo con mi padre, también Ramón, entonces director‎ de teatro vocacional, enamorado en aquel Bilbao de los años 50 de su actriz predilecta. Y con mi madre, vino al teatro mi hermana, su eterna compañera, que ha querido, después de unos años difíciles, tras una vida a trompicones de nuestra querida madre, abrirle un final del camino dulce, tan dulce que suena a infinito.

Y donde yo intento poner la palabra, mi querida hermana Leticia, la otra de la "L" como nos llamaban al sector más anárquico de la familia, pone su mirada a través de su cámara, para parar el mundo y trocearlo en milésimas de momentos, que nuestros ojos distraídos no son capaces de apreciar. Gracias por tu generoso trabajo, Let, gracias por contar esta historia en blanco y negro, en color, con luces y sombras, con arrugas y muecas, con movimiento y con instantes eternos, con brazos entrelazados, con cinco sillas en escena y cincuenta sillas entre el público, gracias por contar como nos sentimos cuando soñamos con comunicarnos a través del teatro.

Porque hoy, tras cuatro semanas compartiendo un camino con una pequeña comunidad que me ha recibido con los brazos abiertos, y después de cuatro funciones a flor de piel, que marcan el ecuador de un programa intenso en el mes de febrero en la sala Biribo en Madrid, me duermo con buen sabor de boca. Y es que tras una ronda de impresiones que hemos compartido todos en el ensayo de los miércoles, resuenan en mi cabeza las palabras cruzadas de agradecimiento, de ilusión por seguir creciendo y aprendiendo de los demás, y de voluntad auténtica de "disfrutar" en mayúsculas, tal y como suena nuestro grito de guerra a todo pulmón antes de cada función, ese mantra que nos aporta la energía para abordar nuestros personajes desde lo más profundo y auténtico de nosotros.

Estoy nerviosa porque este sábado pongo mis pies en escena después de cinco años de barbecho, desde aquel inverno de Washington en el que mi hija crecía dentro de mí función tras función, hasta mis 7 meses de embarazo. Y a pesar de ese vértigo interior, hoy me siento serena y agradecida porque la vida me da esta oportunidad, y me permito perdonarme por todo aquello que no salga perfecto, sobre las tablas mañana y pasado, y también cuando se apaguen los focos y siga la vida. Gracias chicos por sacar lo mejor de mí. A disfrutar toca.

Fotografía de Leticia Varela