Día 5.
.- Julia, te acabas de comer una hormiga.
.- No importa, Maite, es proteína.
Viniendo de la Srta. Hacendado, progresa adecuadamente en esto de la aventura africana.
Hoy os habéis asomado por primera vez a la pobreza. A esa que aterriza en alguna conversación de cena un martes cualquiera en Madrid, cuando despreciáis un plato de comida u os hacéis las remolonas para ir a la ducha. Cuando hablábamos de los niños en África. Como un ente abstracto o una amenaza en el aire.
Hoy habéis visto suciedad, habéis sentido un pueblo ahogado y adormecido por el calor, sin tregua y en nebulosa. Habéis visto el pescado podrido vencido a las moscas, los gatos con ojos enfermos, las gallinas desplumadas, los niños con la cara sucia de mocos ya secos, y la barriga hinchada de harina y agua. Esperando ver pasar la vida. Como mucho aprendiendo el oficio de sus padres. Sin horizonte más allá del tejado de chapa de su chabola. Tela marinera.
Kunduchi es un pueblo pesquero al norte de Dar es Salaam, donde la ONG apoya a una escuela infantil con niños de cuatro a siete años. Quedamos con Erik que daremos sobre todo apoyo al orfanato, y la última semana seguramente al colegio, pero que sería interesante conocer el proyecto de Kundutchi por un día, el pueblo de los niños de las cabecitas que no se tocan.
Me pide, nada más sentarnos en corros a hacer unos puzzles, que le deje mi teléfono para sacar fotos. Yo que me había propuesto no hacerlo, agradezco, como no, tenerlas para el recuerdo. La verdad es que me pregunto por qué lo hace, si es por satisfacernos, o por que demos visibilidad a su escuela. Igual lo ha hecho para que, de todo lo que hemos visto hoy, nos quedemos con estas instantáneas, donde sólo hay sonrisas, magia, abrazos.
Hemos tenido momentos simpáticos de poses, peticiones de "¡selfie-selfie!" de niños irremediablemente contagiados por las visitas de occidente, pero lo hemos vivido con tanta intensidad que todavía lo estamos digiriendo.
Hasta tú, Julia, que llevabas feliz colgada al hombro una bolsita de tela con viejos juguetes donados por tus amigas "para los niños de Tanzania", no has visto el momento y te aferras a ella.
.- Mami, he pensado que quiero llevárselos a Angelina mañana al orfanato, que no tiene juguetes y los va a cuidar mejor.
Yo sigo con el corazón en un puño.
.- Lo que tú quieras, preciosa.
La escuela es una pequeña chabola con tres clases separadas, una por una pared de hormigón y dos por un encerado, que se utiliza por las dos caras, una para cada clase. Los maestros permanecen sentados en su pupitre alto, que ensalza su figura de autoridad. Hassan nos presenta a Wisdom, la profesora de los más pequeños, que me imagino habrá elegido su nombre para enfatizar su sabiduría a ojos de los niños.
Wisdom es una pequeña réplica de Isabel Preysler, de tez morena y delicada, ojos achinados, cuerpo esbelto, ensalzado en un elegante vestido negro. Nos explicaba Eric que los profesores aquí están tan orgullosos de su trabajo que visten sus mejores galas para desempeñarlo. Hasta en la escuela de Kunduchi, que tiene a sus puertas el olor impertérrito de la pobreza a pesar de sus vistas al mar.
Me quedo triste viendo a Wisdom. La veo frágil y altiva a la vez. Marcando las distancias. Erguida en su silla de maestra. Dosificando la energía. Regocijándose en el poder que le otorga su rol. Hassan en cambio es cercano con nosotros, jovial con sus proveedores de galletas que conoceremos por la tarde, pero autoritario con sus niños también. No puedo evitar dejar caer un par de ideas sobre la disciplina positiva en nuestra conversación, Hassan escucha y ojalá anote por dentro. Le hablo de la cultura del reconocimiento, y hasta me arriesgo a tomarle el dorso de la mano para hacerle sentir el efecto de un sello imaginario, como recompensa sobre algún logro. Respiro hondo y me lo tomo ligero, para variar, que estoy lejos de casa.
Es hora de comer, y los niños hacen fila para lavarse las manos. Nathalie les da jabón, vosotras les aclaráis con una jarra de agua que rellenáis de un bidón grande de plástico. Lo hacéis con esmero, preocupadas de no derrochar agua. Os sentís útiles. Es un bonito momento. A vuestras espaldas los niños se van sentado a beber su porridge, un cereal marrón de aspecto triste en viejas tazas de plástico de colores, que toman todos los días como único almuerzo. Todos se lo acaban, sin gula y sin pega. Se lo toman. Punto. Para llenar su estómago. Ese de los cordones umbilicales imposibles que has apreciado, Maite, debajo de las camisas.
No sé si habéis visto lo mismo que yo en el paseo de hoy por Kundutchi al acabar el colegio. Casi espero que no, que vuestros ojos de niñas os protejan de una realidad tan cruda, que ya habrá tiempo.
En el bajaj de vuelta, Maite, con el viento en la cara, miras a lo lejos por la ventana, pensativa. Espero alguna reflexión tuya del día que acabamos de vivir, de esas que me barren.
.- Mami, el día que lleguemos a Madrid, ¿puedo comerme una chuleta?
Julia, buscando tu hueco:
.- ¿Y yo una gamba?
Miro el campo verde del otro lado de la carretera, un paisano duerme bajo el árbol.
.- Claro.
Gracias Kunduchi por abrirnos las puertas. Volveremos, le he prometido a Hassan que regresaremos una tarde a acompañar a los pescadores en sus clases de inglés. De momento hoy dejamos atrás esta dura realidad estanca, agradecidas de haber revuelto por dentro nuestras propias vidas.
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