Día 10
.- Lo siento, chicos, oigo que se disculpa Ken mientras nos escondemos de la lluvia bajo una sombrilla de paja en la arena.
.- ¿Qué pasa?
.- Que no hay coco. Con la lluvia que está cayendo, resbala demasiado para subir al árbol.
Just in time a lo africano. Cero stock en el chiringuito de la laguna en la desértica playa de Kidagaa.
Cuando prevés un fin de semana en la playa, no debería dar juego para imprevistos. O sí.
Aquí. Siempre. Pasa. Algo.
Bwana Mtoto, el todoterreno de Ana que hace años trepaba por las montañas, sigue en forma. Tomamos los siete dirección sur por el índico hasta llegar al faro de Kidagaa beach, tres horas desde Dar. Os acopláis en el maletero del coche, recostadas en un inmenso cojín de tonos marrones al que le habéis cogido ya el gustillo.
.- Chicas, hoy no hace falta cubrirse.
Cuando vamos con los chicos al orfanato, a Kunduchi o a cualquier pueblo, tenemos cuidado de taparnos los hombros y las piernas razonablemente, por respeto a la tradición, a pesar del calor y la humedad.
Pero hoy, que vamos de casa a la playa en coche, bikini, vestido de playa y a correr.
Diez minutos después, estamos en el garaje de un ferry, rodeados de cientos de personas cubiertas hasta las cejas, esperando para tomar el barco que salva el Mzinga Creek y llevar de vuelta a casa las compras del mercado de la ciudad. Nosotras ideales con nuestro atuendo veraniego. Como si ser blanco no fuera suficiente.
Julia estiras la falda lo que puedes, con esa sensibilidad a la discreción tan puramente tuya.
.- Mami, quiero un pantalón.
Too late.
No sabíamos que tenemos que bajarnos del coche y entrar en el ferry como pasajeros. Las fotos están prohibidas aquí, así que dejo el teléfono y con él me pierdo miles de instantáneas en la media hora larga que dura la experiencia. O me las quedo en mi retina mejor.
Esperamos detrás de unas rejas oxidadas a que bajen los pasajeros del ferry que acaba de llegar. Un sinfin de mujeres desfila con sus telas de mil colores y sus pañuelos en la cabeza, portando cubos en perfecto equilibrio. Varios hombres cargan, sobre viejas bicicletas, cestas cedidas al peso de decenas de cocos. En un movimiento tranquilo y estudiado, encuentran con pericia el equilibrio para subirse al pedal, sentarse en el sillín y emprender la ruta hacia el mercado. Hay caos y todo está en equilibrio.
Se vacía por fin el barco y se abren nuestras puertas para acceder al puerto. En un movimiento acompasado, unas veinte mujeres alrededor nuestro, que habían dejado sus compras en el suelo mientras esperábamos, se colocan sus cubos nuevamente en la cabeza, en un gesto sutil. Como el de una pieza que encaja en un puzzle con un click. Julia, tardaré en olvidar tu cara de asombro y tu boca, literalmente abierta, al observar una escena tan espontánea como brutal. Son estos pequeños momentos los que justifican un viaje.
Una vez llegamos al otro lado del río, el coche solo podrá recogernos unos 500 metros después del puerto, lo que nos lleva a caminar junto a cientos de personas, a modo de concentración en masa. Había tanta energía en tan poco espacio que recuerdo la escena con ritmos africanos, y eso que íbamos en silencio.
Una hora de carretera entre pueblos y otras dos horas de camino de tierra nos llevarán hasta el Lighthouse Beach, un hotel de 3 habitaciones sobre la playa, sin wifi ni electricidad durante el día, en un sugerente entorno de pura selva africana. De estos sitios que son difíciles de olvidar.
Os encontráis unas escaleras de madera construidas para pasar de un árbol a otro y un columpio suspendido con cuerdas en uno de ellos.
.- La próxima vez voy a traer aquí a toda mi clase, - sueltas convencida, Julia.
Bajamos a la playa por un camino de piedras con cierta dificultad.
.- ¡Aventura africanaaaa! - gritas Maite emocionada. A veces me recuerdas tanto a mi, en lo peliculera.
.- Bueno, yo he visto mucho de esto yendo a la playa de Sopelana - le bajas a tierra, Julia.
Me esperáis al final del camino observando ya el mar, y en un acto reflejo, te colocas, Julia, la cesta de la playa en la cabecita. Te robo el momento a lo lejos. Tú y tu capacidad de amoldarte al entorno.
Nos damos un baño los cuatro para relajar por fin el cuerpo después de tanto bache en el camino.
-. Chicas, ¿nos quedamos a vivir en África? os provocamos.
Julia, hilando los sueños con lo tangible:
.- Yo me quedaría, pero tengo que ensayar el baile con Mia y con Lucía.
Recorremos los dos kilómetros de playa, sorteando graciosos cangrejos blancos que huyen de lado y de puntillas, y se esconden en agujeros en la arena del tamaño de una pelota de tenis. Oímos un ruido sórdido en el mar. Los pelos de punta. Sigo pensando que aquello era una ballena.
Llegamos al final de la playa, donde descansan humildes barcos de madera aprovechando una pequeña laguna que se forma. Un bar tropical, de esos con los que uno sueña desde una oficina de una gran ciudad, sorprende a Ana y Sunday, que han venido más veces a este rincón, hasta ahora siempre desierto.
.- Llevamos un mes abiertos, - nos cuenta Yuliya, búlgara, mientras su hija Savannah, con sus dos añitos, duerme plácidamente su siesta sobre un cojín, mecida por la brisa del mar.
Se despide en ese momento de un padre americano con sus dos hijos, que luego me contará, es un militar que vive aquí en Tanzania con su familia y forma a otros militares que persiguen a los cazadores furtivos en la selva.
El Indico está bravo hoy. Una de las amigas de Yuliya, de aspecto de Medio Oriente, nos explica que hace una semana llegó un tsunami de Indonesia que cubrió la playa por completo y el mar todavía se resiente.
.- Viví ocho años en Madrid con mi novio Jose Luis cuando estudiaba cine. Aprendí un poquito de español con mi suegra, pero ya lo he olvidado. Abría la nevera y me señalaba, zanahoria. Soy musulmana pero me encanta el orujo de hierbas. Por cierto, ¿cómo está el PP?
Doy un trago a mi Kilimanjaro fresquita y miro al mar.
Nos reservamos la tranquilidad del lago para el día siguiente, cuando la marea haya bajado y por fin tome forma.
Pero el domingo de ramos tiene otros planes para nosotros, la lluvia no cesa y mientras nos protegemos de ella en una de las tres sombrillas, sola la playa para nosotros, aparece un señor indio tanzano.
.- ¿Está ocupada esta sombrilla?
.- Pues sí, pero tiene Ud esta otra si quiere, - le decimos, ya chafados de que nos estropeen la privacidad.
.- Ya. Es que vengo con mi familia. Y somos cuarenta.
Mentira. Según iban ocupando nuestro pequeño rincón de paraíso y se ubicaban debajo de un toldo gigante militar, conté unos sesenta. Mínimo.
Había visualizado un colofón de fin de semana con el sol por fin abriéndose paso sobre una laguna ya perfecta, y aquí estamos, integrados en una celebración hindú con aromas de curri, partidos de futbol estridentes y nosotros calados hasta los huesos bajo nuestra sombrilla de paja.
.- Amo tanto la lluvia que inevitablemente juzgo a las personas por como reaccionan ante ella, - me confiesa Ana, algo inoportuna.
Necesito un secador por dios.
Es hora de irnos, es domingo y nos quedan tres horas de vuelta a casa.
.- ¿Estará bien la carretera, con todo lo que ha llovido?
.- Sin problema, bwana mtoto puede con todo.
Ken, el marido de Yuliya, que nos ha acogido todo el fin de semana en su bar, se despide de nosotros:
.- Si necesitáis cualquier cosa por el camino, no dudéis en llamarnos.
Despedida cortés. O algo más que eso.
Bwana Mtoto, el hombre fuerte con gorra de niño como lo llama Ana, se queda enterrado en el barro en la subida después del último puente de cemento de acceso al lighthouse, que ya está parcialmente derruido.
.- Chicas, hay que salir del coche para quitar peso.
Llueve sin cesar.
Tomo a Morena en brazos, pero ella llora desconsoladamente buscando a su madre. Os pido que os metáis debajo de un matorral para protegeros de la lluvia en mitad de la nada. No es fácil avanzar en el barro, estamos en cuesta y las chancletas se quedan inevitablemente pegadas al terreno. Estáis casi por quejaros del caos, pero os distraéis intentando calmar a Morena.
Esto no pinta bien.
Sucumbimos al barro, a la lluvia y a la madre del cordero. Vencidas ya, nos quitamos la chanclas, y subimos la cuesta empinada a trompicones, buscando piedras sobre las que apoyarnos, con la ayuda de Sunday. Todo resbala. Me acuerdo en un episodio de aquel concurso de los ochenta en el que hordas de chinos superaban pruebas imposibles mientras se embadurnaban de barro hasta las cejas.
Veo que habéis hecho el clic de la angustia a la emoción.
.- ¡Aventuraaaa!! ¿ No te importa que se nos manche el vestido?
Buen momento para revisar la pirámide de necesidades.
Solo Papi consigue calmar a Morena, bajo un árbol, ya en lo alto de la cuesta. Probamos con varios árboles, más y menos frondosos, pero en ninguno encontramos refugio y seguimos calándonos.
Al más puro guión de película, allí mismo, en ese camino que sale de la carretera donde esperamos de pie a la nada, al fondo, hay una verja que da entrada a una casa. Coña marinera. Resulta ser un lodge, vacío pero, por lo menos, con una terraza que nos cobija, y además nos regala impresionantes vistas al mar.
Ahi encontramos nuestro refugio para pasar las siguientes horas, hasta el anochecer, rescatando un poco de pescado que ha sobrado de nuestra comida y arroz con coco que hemos aprendido a comer con las manos. Seguimos solos, ya que los dos únicos hombres que había en el lodge están ayudando a sacar nuestro coche. Agradecemos que nos dejen una pequeña luz en nuestra terraza.
Desde ahí oímos durante horas los intentos fallidos de sacar a Bwana Mtoto del barro. Los hombres que pasan por la zona se van acercando. Unos llaman a otros para pedir ayuda. Otro coche consigue sacar finalmente al nuestro del barro después de varios intentos fallidos, pero al hacerlo, se queda él atrapado. Sunday se ofrece a sacarle, pero el otro coche se queda sin batería en una cadena de despropósitos. Y esto con 15 hombres opinando en Swahili sobre cómo proceder ante cada nuevo imprevisto.
Finalmente sucumbimos al ofrecimiento de Ken, quien se acercará con su todoterreno para sacar por fin al otro coche, al que hemos intercambiado su batería por la nuestra. En la noche ya cerrada, toda una comunidad de hombres alrededor de tres coches embarrados celebra un logro común mientras regresamos a la carretera, vosotras vencidas ya de cansancio.
Dormís en vuestro maletero durante todo el camino de vuelta sobre el enorme y mullido cojín marrón, y pienso en cómo recordaréis esta tarde de domingo dentro de unos años, porque no hay escena más evocadora del profundo sentido de viaje que la que acabáis de vivir. Con el gusto del barro, del pringue en los pies, de la lluvia en la cara, y de un pueblo volcado en que podamos seguir nuestro viaje.
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